En no pocas ocasiones las cosas sencillas son las que nos aportan las más grandes satisfacciones. Estoy convencido de que los episodios dulces de la vida pocas veces tienen que ver con la opulencia y la sofisticación; más bien al contrario. También creo que cuando uno vive feliz como me siento yo, es bien fácil hallar aquellos pequeños momentos de sintonía con el mundo que te hacen sentir tan bien.
Corría mediados de agosto del pasado verano de 2015. Regresaba con Yolanda de visitar Guadalupe. Remontábamos las cuestas de la carretera que nos devolverían al valle del Ibor, que ya habíamos recorrido horas antes camino de la puebla. Al llegar al collado que separa las sierras de Guadalupe y de Altamira, nos detuvimos en la zona acondicionada como aparcamiento para cuantos visitantes desean disfrutar de las magníficas panorámicas que ofrece el lugar. Hacia el sur, casi a vista de pájaro, la puebla y los llanos hacia el sureste siguiendo el arroyo Guadalupejo y a poniente, las frondosas laderas y cimas de las Villuercas. Nosotros no fuimos menos que tantos otros y nuestros ojos se llenaron de tan gratificante espectáculo de la naturaleza.


Cuando hubimos dado ya buena cuenta de nuestro ágape, Yolanda se puso de pies sobre la bancada, alzó el brazo y tras unos breves escarceos volvió a sentarse sonriente, soltando un puñado de frutos sobre la mesa.
Juan Carlos Moreno, 15-1-2016