Hay instantes en la vida en que el tiempo parece detenerse para ofrecerte una parcela de inmesa plenitud, de una paz interior que se te expande hasta el más escondido recodo de tu alma.
Hace unos pocos días vivimos uno de esos momentos mágicos e inigualables que permanecerán en nuestras memorias para la eternidad.
Viernes Santo de 2013. Cielo plomizo, viento racheado y una fin lluvia intermitente pero tenaz, que desde hace unos días está dejando los prados y las dehesas arañuelas rebosantes en sus cursos de agua y de un vivo verde intenso, que se salpica del exuberante multicolor primaveral.
Haciendo caso omiso al ligero chisporroteo que nos acompañaba a primera hora de la tarde en nuestra visita a los recovecos del abandonado castillo de Belvís de Monroy (una auténtica lástima incomprensible al sentido común), nos dirigimos con paso firme hacia el Convento de San Francisco primero y más tarde a la Ermita del Berrocal, dominante sobre el territorio.
Desde esta atalaya que preside una excepcional panorámica de la zona, llenamos nuestros sentidos con la contemplación de los berrocales adehesados que bajan a yacer sobre el río Tajo en sus postrimerías embalsadas sobre los saltos de Valdecañas y mientras unos nos deleitamos con la variedad floral que nos ofrece la naturaleza en todo su esplendor, otros se cautivan con la nutridas betas de mica que afloran de los densos bloques de cuarzo que configuran el macizo.
Entretanto,
la fina lluvia arrecia y se torna en una intensa cortina de agua que nos cala
por completo durante el camino de retorno al coche, que habíamos dejado en el
merendero – área de descanso de Belvís construida a finales de los años 90 como
antesala del Convento y la Ermita.

Juan Carlos Moreno, a 21-4-13
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