jueves, 15 de octubre de 2015

AL CALOR DE LA LUMBRE


No sabría decir el porqué, pero no tengo duda alguna a la hora de afirmar que para mí supone uno de los mayores placeres que ofrece a los sentidos el invierno. Pocas cosas hay tan placenteras como compartir con quien más quieres una tarde de serena lumbre, al resguardo del frío riguroso y penetrante del exterior. Como durante aquella copiosa nevada que cubrió por entero las altas cumbres de Gredos, pero también sus valles y sus pueblos.

Allí, en una pequeña sala del modesto refugio de Barajas, en Navarredonda de Gredos, junto a Yolanda, cuerpo con cuerpo y entrelazadas nuestras manos, a la vera de la leña que ardía con viveza en la chimenea, pasamos horas, la tarde y más, hipnotizados por la pureza de la lumbre y el crepitar de sus llamas... si hay nirvana, seguro que era aquello. Fue una tarde-noche en la sierra abulense realmente especial, excepcional.

Me siento afortunado de haber podido revivir con mi mujer esas sensaciones en un buen puñado de ocasiones más. En la casa rural de Campalans, en Borredà (un acogedor pueblecito del Berguedà), tras la sabrosa calçotada que quitaba el hipo con que me obsequió; o cuando compartíamos lumbre con nuestro recordado y querido Pepe Vizcaíno en su casa de Talayuela; o cuando pasábamos largas tardes de invierno al hogar de la parcela de nuestros amigos Miguel, Angelita y Silvia en Los Pinos de Belvís de Monroy, o en el corral de La Peligrosa en que la asociación de vecinos de Cinco Barrios acogía a la Comisión de Festejos para despedir el Carnaval de Navalmoral, donde sosegábamos los cuerpos tras largas horas de entierro de la sardina, melindros y chocolate incluidos.

Lo cierto es que cuando te sientas a la lumbre, es como si el tiempo no existiese. La mente más que los ojos -que se convierten en meros instrumentos- se queda clavada sin remisión en la llama que asciende viva y limpia hacia el hueco de la chimenea; en los leños chisqueantes que poco a poco, calmamente, van desvaneciendo su robustez pasada. Y cuando ya estás totalmente absorto en los rescoldos, entonces te llega ese olor a encina que penetra en tus sentidos y lo aromatiza todo, impregnándote de un sabor a nostalgia, quasi a añoranza de los ancestros; aquellos de cuando la vida se vivía en sintonía con lo natural, con lo puro... Y así, sin darte cuenta, el fuego ha vuelto a domar tu alma.

Juan Carlos Moreno, a 14-10-2015