sábado, 11 de noviembre de 2017

A MIGUEL LOZANO

Verano de 2013. Cae la noche sobre Belvís. En los cercanos cerros, la silueta del otrora todopoderoso castillo se desvanece en la oscuridad. A escasos kilómetros de la fortaleza, en la llanura de Los Pinos, compartimos con nuestros amigos y anfitriones una exquisita barbacoa con la que nos han deleitado para celebrar nuestra presencia. 

Al rato, la profunda y purpúrea puesta de sol de estos lares llega a su fin y deja paso a la negra noche. Y entonces se obra ante mí una escena que no olvidaré nunca. Una vez hemos dado buena cuenta de los manjares con los que nos han agasajado, nuestros anfitriones se levantan de la mesa y sin interferir en la animada charla que mantenemos con Sílvia y demás invitados, de manera sencilla y discreta se dirigen hacia los sauces y pinos que cuidan con esmero a escasos metros de la casa. Allí, bajo la infinita cúpula de estrellas, Angelita se sienta sobre la hamaca tendida entre dos de sus troncos y en reposada calma se deja balancear por él, su compañero vital. Y Miguel, con la ancestral serenidad de los años vividos y la dulzura que sólo el amor más profundo puede dar, mece suave con sus trabajadas manos a la mujer con la que ha compartido su corazón. 

A unos metros de allí, ajeno a la conversación que manteníamos en torno a la mesa bajo el porche de la casa, me quedé abstraído contemplando aquel momento de absoluta armonía que sin quererlo nos regalaron para siempre Miguel y Angelita. Y pensé sin dudarlo: "Eso es vivir en paz; eso es lo que quiero yo para nosotros, eso es lo que quiero regalar a Yolanda, ese remanso de paz y serenidad". 

Han pasado unos cuantos años ya de aquella noche tan especial y sigo recordándola con la misma intensidad. Y lo digo sin sonrojo. Esa fue la gran lección que me dejó mi amigo Miguel Lozano. Una magnífica persona a la que en casa siempre hemos añorado en la distancia y de la que nos duele en la más profundo su reciente ausencia.

Nunca le conocí en su faceta profesional ni en la social, sólo le conocí en su faceta personal y familiar, que es con la que me quedo y la que me interesa. Persona sencilla, amable y desprendida, Miguel (y Angelita) siempre nos abrieron su casa y su amistad. Nunca buscó nada a cambio. Se sintió bien con nuestra compañía y nosotros con su hospitalidad. En su piso de la Avenida de San Isidro primero, pero sobre todo en la parcela de Los Pinos, compartimos no pocas veladas charlando de todo y de nada, al relente bajo el porche en las frescas noches de verano, o al calor de la lumbre en la bien alimentada chimenea del interior durante las largas tardes de invierno.

Otra cosa no puedo hacer para paliar su pérdida; lo único que se me ocurre es compartir con todos cuantos formamos parte del mundo de Miguel (contigo Angelita, con vosotras Sílvia y Elsa, con todos y todas sus familiares y amigos y amigas, y contigo Yola) este sentimiento, esta lección, este ejemplo de vida que nos dejó en herencia.

Allá donde estés, aquí se te encuentra a faltar Miguel.

Juan Carlos Moreno, 11-11-2017.