viernes, 15 de enero de 2016

EL PLACER DE LAS COSAS SENCILLAS

Una mesa y un banco de piedra en una tranquila porción de tierra extremeña. Bajo un almendro, mi amada esposa descubriéndome los secretos de su preciado fruto. No existe el paso del tiempo, el reloj queda relegado por una sensación de serena plenitud...

En no pocas ocasiones las cosas sencillas son las que nos aportan las más grandes satisfacciones. Estoy convencido de que los episodios dulces de la vida pocas veces tienen que ver con la opulencia y la sofisticación; más bien al contrario. También creo que cuando uno vive feliz como me siento yo, es bien fácil hallar aquellos pequeños momentos de sintonía con el mundo que te hacen sentir tan bien.

Corría mediados de agosto del pasado verano de 2015. Regresaba con Yolanda de visitar Guadalupe. Remontábamos las cuestas de la carretera que nos devolverían al valle del Ibor, que ya habíamos recorrido horas antes camino de la puebla. Al llegar al collado que separa las sierras de Guadalupe y de Altamira, nos detuvimos en la zona acondicionada como aparcamiento para cuantos visitantes desean disfrutar de las magníficas panorámicas que ofrece el lugar. Hacia el sur, casi a vista de pájaro, la puebla y los llanos hacia el sureste siguiendo el arroyo Guadalupejo y a poniente, las frondosas laderas y cimas de las Villuercas. Nosotros no fuimos menos que tantos otros y nuestros ojos se llenaron de tan gratificante espectáculo de la naturaleza.

Por un breve camino que parte del margen izquierdo de la carretera (al Este) en el mismo collado, se accede al Humilladero (una pequeña ermita de estilo mudéjar, también denominada de la Santa Cruz, que allí se ubica desde el S.XV). En su entorno, existe una sencilla pero acertada zona de recreo. Era el lugar adecuado para nuestro almuerzo, compuesto de uno de nuestros espectaculares bocatas, chips, aceitunas y unas galletitas de chocolate. Así que nos pusimos manos a la obra.

Cuando hubimos dado ya buena cuenta de nuestro ágape, Yolanda se puso de pies sobre la bancada, alzó el brazo y tras unos breves escarceos volvió a sentarse sonriente, soltando un puñado de frutos sobre la mesa.

Para este pueblerino urbanita resultó toda una sorpresa cuando cogió una piedra, chascó la cáscara, peló el fruto y me obsequió con la almendra más rica jamás saboreada. Fue todo un descubrimiento para mi, no tengo reparos en decirlo; así como un gozo ver como disfrutaba mi mujer rememorando sus años de infancia a golpe de cascar almendras. Su sereno gesto de placidez, de dulce calma enraizada en esa tierra que tanto amamos, me transformaron el espíritu y ambos compartimos uno de aquellos episodios llenos de sencillez pero que te deparan sensaciones de auténtica paz.

Juan Carlos Moreno, 15-1-2016